El verbo “descartar” amplió hace ya siglos su presencia original en las mesas de naipes para significar también, por vía metafórica, “excluir” o “rechazar” (nos deshacemos de una carta, la rechazamos). Y con esa acepción ha logrado un gran éxito en los titulares de prensa de nuestros días.


¿Descarta usted, que lee estas líneas, cambiarse enseguida de casa? Usted se encuentra bien en ella, se ha acomodado al barrio, a las habitaciones, a los muebles…, y desea seguir donde está. Pero, ¿lo descarta o no? Por supuesto, no descartará cambiarse de casa si de repente puede comprar otra mejor, o si por el contrario se reducen sus ingresos y debe buscar una más barata, o si empiezan a producirse averías en el suministro de agua y no se ducha cuando le viene en gana… ¡Cómo va a descartar cambiarse de casa! Eso no lo descartará nadie en términos generales, aunque viva tan a gusto en la suya.

Por supuesto, el valor que le da el periodista se basa en una interpretación de lo dicho. Pero aceptar eso implica acoger con júbilo que las palabras signifiquen algo distinto de lo que significan. Es el caso de aquella broma según la cual un diplomático que responde “sí” quiere decir en realidad “quizá”; y cuando contesta “quizá”, quiere decir “no”; y si responde “no”, entonces no es un diplomático.
Los periodistas aceptamos sin problema la misma trampa: cuando un político responde que él no descarta tal cosa, nos induce a interpretar que en realidad tal cosa se hará. Y si luego tal cosa no se hace, él siempre podrá alegar que en realidad lo que dijo es que no lo descartaba.